Ese sábado muy temprano aterricé en el aeropuerto Ezeiza (Buenos Aires) y rápidamente busqué la puerta de embarque del vuelo Avianca AVA088...
Ese sábado muy temprano aterricé en el aeropuerto Ezeiza (Buenos
Aires) y rápidamente busqué la puerta de embarque del vuelo Avianca AVA088 que
me llevaría a Bogotá.
En el trayecto hacia la sala de embarque me detuve un
momento. Una imagen capturó mis recuerdos y una extraña emoción recorrió mi
cuerpo. Esa cafería verde, me trasportó un año atrás, cuando hacíamos la escala del
regreso definitivo a Chile junto a Chie y los niños, Sofía (6), Rafa (3), Nacho
(3) y Carlota (2) tras vivir 12 años en España. Por segundos volví a sentir la
inmensa incertidumbre que traíamos al dejar una vida atrás para comenzar una nueva en
Chile.
“Esa incertidumbre es de hace un año, ya no existe. Hoy
tienes trabajo, casa y colegio para los niños. ¡Deja ya de vivir anclado en el
pasado, no hace falta que sigas sintiendo de esa emoción!” pareció gritar mi
cerebro consiente con el fin de aquietar las emociones y volver
a instalar la ilusión del control que por momentos se robó una foto anclada en
mi memoria.
Y funcionó, volvió la tranquilidad y se activó en mí
un viejo y conocido rol de viajero internacional. Ese que entiende de
aeropuertos, embarques, aduanas y pasaportes, ese que siente una inmensa
emoción al descubrir países, personas y
culturas diferentes.
Sumido en ese rol y con tapones en los oídos que me
impedían escuchar cualquier información sobre la seguridad del avión. Me
encontraba ya casi a mitad del vuelo entre Buenos Aires y Bogotá. Mi supuesto
destino final.
De pronto en la quietud que te brinda el no querer
escuchar, mi sistema de alerta inconsciente envío un nuevo y aterrador mensaje.
Pero esta vez, no era una falsa alarma, no había ocurrido hace un año, no era
una película. Era absolutamente real, aunque tardé unos segundos en darme
cuenta. El mensaje del piloto fue muy claro: “Hemos perdido tres toneladas de combustible y para
mantener la seguridad del avión iniciaremos un aterrizaje de emergencia en el
aeropuerto de Viru Viru”. Obviamente a esa altura no había ninguna seguridad
que mantener, ya la habíamos perdido minutos antes cuando el Aibus 330 rompió
la cañería principal de combustible en pleno vuelo, la misma que nos hizo
perder 14 toneladas más hasta el aterrizaje lanzando combustible en la pista.
Cuando vi a mi izquierda la cara de la azafata desfigurarse y a mi derecha el ala del
avión lanzar combustible como si estuviera fumigando, entendí que no era un
sueño. Instantáneamente mi mente empezó a trabajar a toda capacidad para
diagnosticar la situación, al mismo
tiempo que el sistema límbico enviaba aletas ante el mínimo cambio en caras, gestos
y sonidos.
No tarde más de un minuto en darme cuenta de la
gravedad de la situación. El avión no estaba dando vueltas para botar la
gasolina de un motor y aterrizar con el otro. Obviamente no había podido aislar
la fuga. Había comenzado el aterrizaje, desde 10.000 pies de altura, lanzando
combustible de 120 octanos. Y créanme que cuando te das cuenta de esa realidad,
10.000 pies se ven mucho más altos de lo habitual.
Llegue a dos conclusiones acerca de los riesgos: El
primero; que nos quedemos sin combustible
en vuelo. La verdad, no sabía cuántas toneladas tendría el avión (luego supe
que cargó 30 Ton. y perdimos 17 Ton. En total) Pero supuse que no era muy
probable, así que se transformo en un pequeño nerviosismo, como el que sientes
antes de un examen importante para el cual no te preparaste demasiado. El
segundo; que el avión explote el momento del aterrizaje, me pareció muchísimo
más probable. Mejor dicho lo más probable.
El segundo mensaje del piloto corroboró mi
diagnóstico: “Señores pasajeros, les recuerdo que está prohibido fumar, no
enciendan sus teléfonos celulares, ni toquen la campanilla. No vaya a ser que
creemos chispa”
Con el diagnóstico claro solo
quedada una misión. Elaborar un buen plan. Observé una y otra vez la puerta de
escape y su sistema de apertura y luego puse una frazada detrás de mi espalda
por si me servía para evitar las quemaduras y ¡ya está!, nada más que hacer. De
ahí en adelante durante los siguientes 12 minutos, para mí en ese momento, los
últimos de mi vida, recuerdos, imágenes y emociones tomaron el
control y solo fueron interrumpidos en
breves momentos por mi espíritu y su conexión con Dios.
No dieron señales
el miedo, el pánico, ni la desesperación. Fue más bien una mezcla de
pena y nostalgia que hizo que el tiempo empezara a transcurrir mucho más lento
de lo normal. Y en ese estado el foco de
mi atención se volcó absolutamente en Chie y los niños. ¿Especularían sobre si
tuve pánico o miedo antes del accidente?
No sabía cómo decirles, que no, que estaba muy tranquilo por mí. Que
estaba muy preocupado por ellos, por cómo lo harían sin papá.
Qué pensaría Sofía de su papá cuando fuera mayor. Qué le diría a sus hermanos, los que seguramente tendrían un recuerdo más vago de mi. Sentí una especie de tranquilidad, porque moriría haciendo lo amaba hacer (que por ciento no es volar, sino que iba invitado por la Universidad de los Andes de Bogotá a trabajar en liderazgo y estrategia). Trabajen en lo que aman, encuentren sus talentos, no dejen nunca de buscar ni de creer en sus sueños, cambien el mundo para mejor, no se conformen con la pequeñez del equilibrio mediocre y desafíen el status quo si tienen buenas razones. No podría decírselos a la cara, pero con el tiempo entenderían por sí mismos el significado.
Desapareció la tranquilidad dando paso a una gran
preocupación. Cómo se las arreglaría Chie sola con nuestros cuatro niños. La estúpida
vanidad otra vez me engaño, me llevó a pensar que las grandes desgracias no
eran para mí. Que estúpido soy, pensé, ahora
me puedo morir, ¿Por qué nunca lo habría previsto si es lo único que seguro
algún día me iba a pasar? Pero bueno, ya no había nada que hacer. Así que mi
mente dio espacio a una dulce nostalgia y a la pena de sentir que todo llegaba
hasta ahí. Me invadí de recuerdos hermosos de Chie, Sofi, Rafa, Nacho y Carlota.
Como si todo mi ser quisiera disfrutarlos por última vez aunque fuera en un
recuerdo.
Me pregunte otra vez, ¿saben que los amo? y me di
cuenta que el amor es un legado. Los bienes son importantes, pero se venden, se
reparten, se tranzan y a veces se pierden. El amor es diferente: queda,
perdura, alimenta el alma en los momentos difíciles, marca una huella en la
vida de otros. Cuánto amas, esa es tu herencia.
El despliegue del tren de aterrizaje y la mano en alto
del Sobrecargo haciendo la cuenta atrás para que tocáramos el suelo interfirieron
mis pensamientos. “Alea jacta est” (la
suerte está echada).
No explotó y una linda muñequita me daba la bienvenida
a Santa Cruz de Bolivia. Mientras los demás pasajeros peleaban por un taxi y un
hotel, yo ya no podía preocuparte. Mis problemas de antes, eran ahora relativos.
Acababa de comenzar el segundo tiempo de mi vida, tenía muchos cambios por
hacer y me sentía muy, pero muy feliz de estar aquí para hacerlos.
Felipe Bozzo
Smith
PD: Por cierto, aquí está el aterrizaje.