Valencia, verano de 1999, 37 grados, 95% de humedad, nuevas palabras, otros olores, raros sabores y mi cuerpo sabe que aquí todo es extra...
Valencia, verano de 1999, 37 grados, 95% de humedad, nuevas palabras, otros olores, raros sabores y mi cuerpo sabe que aquí todo es extraño. Sin posibilidades de volver a mi circulo confortable, ahora nos toca andar en la incertidumbre de lo desconocido, hay que nacer desde la nada y el desafío parece esquizofrénico.
Comienzo largas caminatas intentando encontrar algo conocido y familiar. Pero aquí no hay manera, no hay historia, no hay amigos, no hay pasado, solo memoria. Tomar el control se hace imposible. No me importa, no se bien porque, pero hay algo que me atrae de todo esto. Empiezo a disfrutar el no ser nadie. Curiosa oportunidad de la vida, borrón y cuenta nueva, momento de descubrir quien eres. Para mi todo es virgen, cada calle, cada bar, cada peseta, cada instante y en cambio para ellos todo parece tan normal.
Empiezo a pensar que en Valencia no hay sorpresas, la paella y las naranjas siempre están buenas y parece que el sol que nunca se cansa y aunque las nubes vengan con rabia, él siempre les gana la batalla. Pero llega marzo y la normalidad se vuelve locura, por un mes el sol baja a la calle e incendia la ciudad.
El olor del buen café y el sabor del cruasán normalizan mi rutina, ahora mi cerebro inconsciente intuye que este lugar no es peligroso y mi neocortex opina que no está nada mal y entre ambos deciden dejarme disfrutar.
Me interno, me conecto, me descubro desde la mirada de ellos, los Valencianos, gente de la tierra, de arroz, naranja y caracoles. Amistosos, envidiosos y sociables, para ellos el whisky nunca se bebe en casa y siempre hay dinero para unas tapas. Bronceados eternamente de tanto mediterráneo, a todos los mayores les falta un trocito del dedo que lo perdieron en su mes de fuego y locura y a los niños los visten de adultos, en un intento de calmar tanta alegría desbordada a orillas del río Turia, pero claro, no lo consiguen, porque nada más llegar la primavera de la adolescencia empiezan una fiesta que termina bien entrados los cuarenta.
Y así, casi sin darme cuenta, un día dejaron de ser ellos y éramos nosotros y cuatro gotas de mi sangre se hicieron de arroz, naranja y caracoles y rompí la promesa que de niño me hicieron cantar frente a la bandera, de amar para siempre e incondicionalmente a una sola tierra.
Felipe Bozzo