Corre el año 1983 y siete años en mi cuerpo. Poco tiempo para crecer, pero suficiente para entender. Montañas de aserrín y castillos de made...
Corre el año 1983 y siete años en mi cuerpo. Poco tiempo para crecer, pero suficiente para entender. Montañas de aserrín y castillos de madera me rodean. Gente, más gente y mucha gente. Caras de esfuerzo suelen andar por aquí, pero hoy no hay olla común, hoy hay caras de vino barato, de ese que en exceso sabe mejor y de sonrisas sin dientes, que por un momento no sienten vergüenza.
Almas corren detrás de un chancho resbaladizo, mientras otras resignadas por la habilidad del cerdito, juegan a algo parecido al ping pong en mesas de aglomerado. Como si fuera el más preciado de los tesoros, jóvenes a torso desnudo se lanzan contra cinco metros de un palo encebado, con el fin de alcanzar un tarro de duraznos en conserva y una botella de coca cola que esperan tranquilos en lo alto del palo.
Brillan ojos negros y borrachos se vuelven sobrios a la hora del discurso de papá y mientras tanto mi amigo el cordero, con quien vivimos las últimas dos semanas, se ha transformado sin quererlo en el centro de la fiesta y a nadie parece importar que fuimos buenos amigos.
Se va el vino malo y llega la valentía en forma de destilado de 30 grados y con él aparecen las primeras brazadas al viento que buscan destino enemigo. Pero parece que a todos, lanzar golpes les alivia mucho más que lo que reciben a cambio. Porque luego de un rato, son mejores amigos, se abrazan y lloran juntos miserias que desconozco.
Desde mis ojos de niño me parece que aquí en Temuco todos son valientes. Incluso los pájaros, porque al acercarte a ellos, sacan pecho, gritan alto y alzan el vuelo amenazante hasta hacerte retroceder.
Al final del día, la barraca huele a tablón mojado y las penas a barro podrido, porque por un instante, el esfuerzo de esos hombres se hizo fiesta y sus hombros no fueron para cargar madera, sino para llevar hasta casa a un amigo.
A la mañana siguiente, la resaca será la invitada, pero eso ya, es otra historia...
Felipe Bozzo
Almas corren detrás de un chancho resbaladizo, mientras otras resignadas por la habilidad del cerdito, juegan a algo parecido al ping pong en mesas de aglomerado. Como si fuera el más preciado de los tesoros, jóvenes a torso desnudo se lanzan contra cinco metros de un palo encebado, con el fin de alcanzar un tarro de duraznos en conserva y una botella de coca cola que esperan tranquilos en lo alto del palo.
Brillan ojos negros y borrachos se vuelven sobrios a la hora del discurso de papá y mientras tanto mi amigo el cordero, con quien vivimos las últimas dos semanas, se ha transformado sin quererlo en el centro de la fiesta y a nadie parece importar que fuimos buenos amigos.

Desde mis ojos de niño me parece que aquí en Temuco todos son valientes. Incluso los pájaros, porque al acercarte a ellos, sacan pecho, gritan alto y alzan el vuelo amenazante hasta hacerte retroceder.
Al final del día, la barraca huele a tablón mojado y las penas a barro podrido, porque por un instante, el esfuerzo de esos hombres se hizo fiesta y sus hombros no fueron para cargar madera, sino para llevar hasta casa a un amigo.
A la mañana siguiente, la resaca será la invitada, pero eso ya, es otra historia...
Felipe Bozzo